El arzobispo vietnamita François Xavier Nguyên Van Thuân fue nombrado en 1975, por Pablo VI arzobispo de Ho Chi Minh (la antigua Saigón), pero el gobierno comunista definió su nombramiento como un complot y tres meses después le encarceló. Durante trece años estuvo encerrado en las cárceles vietnamitas. Nueve de ellos, los pasó régimen de aislamiento. Una vez liberado, fue obligado a abandonar Vietnam a donde no ha podido regresar, ni siquiera para ver a su anciana madre. Ahora es presidente del Consejo Pontificio para la Justicia y la Paz de la Santa Sede y acaba de predicar unos ejercicios espirituales al Papa.
Aquí un extracto de sus experiencias:
Después de que me arrestaran en agosto de 1975, dos policías me llevaron en la noche de Saigón hasta Nhatrang, un viaje de 450 kilómetros. Comenzó entonces mi vida de encarcelado, sin horarios. Sin noches ni días. Durante mi larga tribulación de nueve años de aislamiento en una celda sin ventanas, iluminado en ocasiones con luz eléctrica durante días enteros, o a oscuras durante semanas, sentía que me sofocaba por efecto del calor, de la humedad. Estaba al borde de la locura. Yo era todavía un joven obispo con ocho años de experiencia pastoral. No podía dormir. Me atormentaba el pensamiento de tener que abandonar la diócesis, de dejar que se hundieran todas las obras que había levantado para Dios. Experimentaba una especie de revuelta en todo mi ser.
En la cárcel todos esperan la liberación, cada día, cada minuto. Me venían a la mente sentimientos confusos: tristeza, miedo, tensión. Mi corazón se sentía lacerado por la lejanía de mi pueblo. En la oscuridad de la noche, en medio de ese océano de ansiedad, de pesadilla, poco a poco me fui despertando: "Tengo que afrontar la realidad. Estoy en la cárcel. ¿No es acaso este el mejor momento para hacer algo realmente grande? ¿Cuántas veces en mi vida volveré a vivir una ocasión como ésta? Lo único seguro en la vida es la muerte. Por tanto, tengo que aprovechar las ocasiones que se me presentan cada día para cumplir acciones ordinarias de manera extraordinaria". En las largas noches de prisión me convencí de que vivir el momento presente es el camino más sencillo y seguro para alcanzar la santidad.
Un distintivo particular del amor cristiano es el amor a los enemigos, con frecuencia incomprensible para quien no cree. Un día, uno de los guardias de la cárcel me preguntó: "Usted, ¿nos ama?". Le respondí: "Sí, os amo". "¿Nosotros le hemos tenido encerrado tantos años y usted nos ama? No me lo creo...". Entonces le recordé: "Llevo muchos años con usted. Usted lo ha visto y sabe que es verdad". El guardia me preguntó: "Cuando quede en libertad, ¿enviará a sus fieles a quemar nuestras casas o a asesinar a nuestros familiares?". "No --le respondí-- aunque queráis matarme, yo os amo". "¿Por qué?", insistió. "Porque Jesús me ha enseñado a amar a todos, también a los enemigos --aclaré--. Si no lo hago no soy digno de llevar el nombre de cristiano. Jesús dijo: "amad a vuestros enemigos y rezad por quienes os persiguen"". "Es muy bello, pero difícil de entender", comentó al final el guardia.
Los escribas y los fariseos se escandalizan porque Jesús perdona los pecados. Sólo Dios puede perdonar los pecados. El amor misericordioso resucita a los muertos, física y espiritualmente. Jesús siempre perdonó a todos. Perdonó cualquier pecado, por más grave que fuera. Con su perdón dio nueva vida a muchas personas hasta el punto de que se convirtieron en instrumentos de su amor misericordioso. Hizo de Pedro, quien le negó tres veces, su primer vicario en la tierra, y de Pablo, perseguidor de cristianos, apóstol de las gentes, mensajero de su misericordia, pues, como él decía, "allí donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia".
Cuando me encarcelaron en 1975, me vino una pregunta angustiosa: "¿Podré celebrar la Eucaristía?".
Al ser detenido no le permitieron llevarse ninguno de sus objetos personales, pero al día siguiente le permitieron escribir a su familia para pedir bienes de primera necesidad. "Por favor, enviadme algo de vino, como medicina para el dolor de estómago". Los fieles entendieron muy bien lo que quería y le mandaron una botella pequeña de vino con una etiqueta en la que decía: "Medicina para el dolor de estómago".
No podré expresar nunca mi alegría: celebré cada día la Misa con tres gotas de vino y una de agua en la palma de la mano. Cada día pude arrodillarme ante la Cruz con Jesús, beber con él su cáliz más amargo. Cada día, al recitar la consagración, confirmé con todo mi corazón y con toda mi alma un nuevo pacto, un pacto eterno entre Jesús y yo, a través de su sangre mezclada con la mía. Fueron las Misas más bellas de mi vida.
Más tarde, cuando le internaron en un campo de reeducación, al arzobispo le metieron en un grupo de cincuenta detenidos. Dormían en una cama común. Cada uno tenía derecho a cincuenta centímetros. Nos las arreglamos para que a mi lado estuvieran cinco católicos. A las 21,30 se apagaban las luces y todos tenían que dormir. En la cama, yo celebraba la Misa de memoria y distribuía la comunión. Hacíamos sobres con papel de cigarro para conservar el santísimo Sacramento. Llevaba siempre a Cristo Eucaristía en el bolsillo de la camisa.
Dado que todas las semanas tenía lugar una sesión de adoctrinamiento en la que participaban todos los grupos de cincuenta personas que componían el campo de reeducación, el arzobispo aprovechaba los momentos de pausa para pasar con la ayuda de sus compañeros católicos la Eucaristía a los otros cuatro grupos de prisioneros. Todos sabían que Jesús estaba entre ellos, y él cura todos los sufrimientos físicos y mentales. De noche, los prisioneros se turnaban en momentos de adoración; Jesús Eucaristía ayuda de manera inimaginable con su presencia silenciosa: muchos cristianos volvieron a creer con entusiasmo; su testimonio de servicio y de amor tuvo un impacto cada vez mayor en los demás prisioneros; incluso algunos budistas y no cristianos abrazaron la fe. La fuerza de Jesús es irresistible. La obscuridad de la cárcel se convirtió en luz pascual.
Jesús comenzó una revolución en la cruz. La revolución de la civilización del amor tiene que comenzar en la Eucaristía y desde aquí tiene que ser impulsada.